KOSTAS E. TSIRÒPULOS
SOBRE LA TERNURA
Se despertó apenas abrió los párpados el día. Se levantó de su lecho, estambres, pétalos, hojas, pálidas sábanas, luces agonizantes, y, al salir su cuerpo, descansado, de las profundidades del sueño, sintió una ternura indescriptible y virginal, por cuanto veía en aquella blanca casa, en el jardín, en la montaña de enfrente que engullía sus últimas sombras entre gasas ondeantes, en el mar, que expulsaba tiritando sus últimos y suaves sueños de una soledad azul. Suspiró y se estremeció bendiciendo sus ojos, su cuerpo entero que, de pie, consolidaba todo el mundo de su alrededor. Llevaba sobre él las señales invisibles de la santidad del sueño y de las ensoñaciones y quiso acariciarlo tiernamente, despertar en él la alegria empapada, el éxtasis sereno que existe. Tocó sus mejillas, su pecho y sus piernas con una tierna amistad. Quitó el cerrojo a las puertas y la luz se virtió por las entrañas de la casa aleteando delicada y silenciosamente. Entonces, escuchó que el mar lo llamaba y bajó a su encuentro. Se detuvo ante él, desnudo e inexperto, entregado a cierta embriaguez serena de ternura que manaba de sus entrañas. ¡Con cuantos regalos inestimables lo había adornado! El color, muy oscuro aún, de sus aguas con su carne azul y descubierta, la purísima línea del horizonte, cuerda de una guitarra angelical tensada en la infinitud, el cielo completamente abierto a la hora de la asunción divina. Silencio y alegría. Felicidad en madurez perfecta. Al pasar sobre las piedras, sintió que, por su frescura, saltaba su corazón, que se agitaban sus entreñas, que chirriaban todas las articulaciones de su cuerpo. Nunca se habían cicatrizado las aberturas de la memoria y el vacío de su existencia con una perfección tan repentina. Nunca se había avenido tanto con toda la Creación. Dios le hablaba con Su silencio. Y entonces, como lanza de cristal, cayó sobre la playa el primer rayo de sol, el primero en verdad, el único. Cayó y golpeó suavemente, con ternura, una lisa piedra blanca. Y la piedra, honrada, brilló extendiendo al sol un anillo de plata. Mudo de alegría, se inclinó sobre la piedra, la levantó de su lecho, la mirò, la apoyó en su mejilla, piedra milenaria en relación de ternura con el hombre de pequeño tiempo, provisional, que manda en el mundo mientras mandan en él el Tiempo y la Muerte. La amistad florece en el beso, el hombre y la piedra en el abrazo. Todo lo que miraba atentamente a su alrededor provocaba en él gotas de ternura. Nunca le había parecido la Creación tan perfecta, tan elocuente. Los dos pájaros que pasaron en silencio por encima de su cabeza, los pequeños insectos que se revolvían en las piedras, todo ganó una relación con él privilegiada. Sintió una llamada de ternura de todo y por todo, por las aguas sugerentes del mar inagotable, por las piedras herméticas, por las parlanchinas plantas que abrían en aquel momento sus corazones desnudos, por cuanto le presentaban sus sentidos, enteramente virginal, por tocarlo, por acariciarlo, por conocerlo. Es Adán al que, en esa mañana no tocada por la memoria ni por el pasado, el Creador le confia los secretos de Su creación. Verla, disfrutar de ella con ternura, honrarla. Porque sólo la ternura posee el don de armonizarse tanto con el respeto. Sólo el respeto abre y mantiene una distancia del hombre al hombre, de Adán a la Creación. Sin embargo, la orden divina de dominar esa Creación presupone cierta actividad conquistadora que sobrepasa la noble inercia del respeto. Por eso, el respeto vuelve su rostro a la ternura, al contacto discreto y experimentado, a la asociación desinteresada que acorta la distancia de los seres, pero no permite la mezcla arrebatadora, como sucede con el amor. La ternura está suspendida en aquel borde ondulante, prepasivo, y se eleva con su delicateza luminosa, como simpatía, con una misteriosa misión ontológica sin aspirar más que a una secreta celebración existencial: necesidad de luz del corazón y de ennoblecimiento de la con/gregación humana.
Kostas E. Tsirópulos, Sobre la ternura,
pp. 19-23
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Traducción de José Antonio Moreno Jurado